domingo, 4 de septiembre de 2011

Deja Vú

Lo bueno de un deja vú es que te permite viajar en el tiempo sin siquiera pensarlo. Sólo ocurre. Y te deja esa sensación increíble de querer contárselo a alguien, a la primera persona que pase por enfrente. Estaba sola, así que lo dejé ir por el teclado.

Veía series en mi amadísima Cuevana (un intento por encontrar el clic final de mi tesis, inspirándome a través del ciberespacio), y lo encontré. El cliché del cuento de Navidad de Charles Dickens aunque, intenté recrear un fantasma navideño en mi cuento de terror. No funcionó. Sólo se me ocurrieron clichés (zic).

Para entonces vi la emoción de los actores cuando comenzó a nevar justo durante el brindis navideño. Y ocurrió. Tuve una especie de parálisis cerebral que me transportó a la pesadilla de mi vida. Una navidad blanca, de hecho, la única Navidad Blanca de mi vida.

Fue hace dos años y lloré como nunca en mi vida. Lloré del 24 al 25. Lo peor de todo, no comí. No... perdón. Lo peor de todo fue cuando mi familia, que estaba en Uruguay sofocada de calor -y lidiando con los bichos que emergen cuando se sobrepasa los 32 grados- llamó una hora antes de que el reloj sentenciara. En Uruguay ya era 25 de diciembre; en Michigan, faltaban 55 minutos de soledad. Mi hermano mayor trataba de hablar lo más fuerte posible, como si la distancia pudiese afectar la definición de su voz. Lo cierto es que apenas podía oírle, porque había ruido a deseos y fuegos artificiales. Una confusión alegre que, en mi casa, culmina con una celebración de cigarro de chocolate. O un habano.

Cuando la ronda de felicitaciones terminó, mi garganta también. No pude soportar el último se-te-extraña, y corté. Quedé sumida en una depresión que ni yo misma me lo podía creer. Había elegido estar ahí, todo el tiempo, hasta el final. Nunca expecté el quiebre. Podía soportar no comer un cordero asado, cantar felices 81 a mi abuela, no tener que esconder mis gatos en la despensa para que nos dejaran comer en paz en el patio; pero no podía soportar los 150 centímetros de nieve que me estancaban dentro de un 24 sin 25. Nunca me sentí más insoportablemente lejos de mi familia que en esa víspera.

Cuando volví a casa, luego de un año maravilloso, di gracias a los mosquitos por acecharnos durante la cena del 24. Y a los petardos por acobardar a las mascotas, y hasta a mi hermano por las flatulencias que despiertan los dátiles con queso que prepara mamá.

Hace casi dos años de esa experiencia de autoabandono moral. Hoy pienso en esa Navidad solitaria y su sabio fantasma. Creo que fue lo mejor que pudo pasar. Me dio tiempo para meditar sobre lo que realmente deseo para mí, y el real valor de estar lejos. De viajar sola y con una misma. Bajo esa miserable White Christmas emergió una YO reafirmada, que ahora se congracia con un dejavú melancólico, pero hazañoso. Qué bueno es estar en casa cuando se estuvo lejos.